viernes, 19 de julio de 2013

Madriguera

Era otoño. No había sol ese domingo; ya era la hora de la siesta y la llovizna persistía suavemente. En la avenida se escuchaban los pasos de parejas huyendo del viento, los frenazos de conductores incompetentes, el goteo en los charquitos de la vereda. Sin embargo, en el jardín trasero de los Ledesma, no había ningún ruido que alterara la lectura de Pam, hija menor de la familia. Ahora, sus manos sostenían un ejemplar gastado de “El mago de Oz” y con sus piernas marcaba el acelerado ritmo de sus ojos rebotando de palabra en palabra.
- Pam, ¿dónde estás? – interrumpió su madre desde el interior de la casa.
- En el jardín – dijo, y no le respondieron.
Iba a retomar el libro cuando notó el tibio roce del sol en su melena, dorada como las manzanas. Primero tímidamente, unos pocos rayos de luz tocaron su frente; luego, iracundos, desbordaron el cortinaje de nubes y el horizonte de marzo brilló amarillo y rojo.
Deleitada por aquel espectáculo enceguecedor no percibió la luna, alzándose en el otro extremo del cielo. Pero un destello particular en el baldío junto a su casa sí le llamó poderosamente la atención. Al principio era un punto en el pasto. Como consecuencia de la detenida observación se dibujó el contorno de unas orejas puntiagudas y el de unas patas traseras; lentamente, el punto tomó la forma de un conejo blanco. Sus ojos rosados se detuvieron en los de Pam. Los dos sostuvieron la mirada y el viento comenzó a soplar, dócil, desde el río. Pam dejó el libro sobre la silla en la que estaba sentada (había espacio suficiente para que ambas cosas ocurrieran al mismo tiempo), se incorporó y caminó el tramo entre ella y el conejo. Él, por su parte, se quedó en el lugar, moviendo las orejas y la nariz, como olisqueando el aire.
- ¡Qué lindo conejito! – iba diciendo mientras se acercaba – no hay que tenerle miedo a las chicas buenas y decentes como yo, ¡si hasta me sé de memoria la lección de geografía! Londres es la capital de París y París es la capital de Roma y Roma es…
“No, no, está todo mal, pero la geografía no es mi fuerte - entonces el conejo se acercó hacia la mano extendida de Pam, posó la patita en la tierra de su palma y salió disparado, como si recordara un compromiso pendiente, hacia una casita abandonada en el otro extremo del baldío.
Pam corrió lo más rápido que pudo pero el animalito se escabulló por debajo de la destrozada puerta de madera agitando su cola en señal de victoria. Ella no iba a dejar que se le escapara tan fácil: con cuidado de no hacer ruido y sirviéndose de una rama como palanca agrandó el agujero. El sol seguía brillando cuando entró.
 Fue a parar a una habitación gris, reducida y polvorienta. Estaba abarrotada de unos muebles opacos, descascarados por la humedad. Además, había dos o tres fuentes y varias pavas de una mala imitación de plata, reflejando la luz pálida que se filtraba a través de los tablones de las ventanas. Pam buscaba a tientas al conejo, revolviendo entre los papeles viejos que invadían todo el piso. Al ver lo infructuoso de sus esfuerzos decidió que lo más conveniente era iluminar el interior retirando las tapias de alguna ventana.
Eligió la que estaba a su derecha, la más cercana. Y la que, por otro lado, parecía más frágil y presentaba algunas grietas. Forcejeó unos minutos hasta que saltaron algunas astillas. Entonces asió una de las tapias y comenzó a tirar con vehemencia. La madera chilló y los clavos hicieron sonidos inexactos, como quejidos con el eco inflamado. Pam siguió tirando. Sus nudillos ya se habían puesto blancos y tenía las manos agarrotadas, cuando de golpe, uno de los extremos de madera se incrustó en el vidrio. En ese momento, la madera se partió haciendo estallar el cristal. Pam gritó y cerró los ojos. Cuando los abrió vio su mano bañada en rojo, goteando tibiamente la muñeca, empapando la manga de su hermoso vestido nuevo. Se secó como pudo, utilizando la falda como una esponja. Durante el proceso unos hilitos tibios se estamparon contra el piso y Pam sintió el irrefrenable deseo de salir corriendo sin mirar atrás. Unos relámpagos florecieron a lo largo del cielo y un trueno hizo vibrar hasta los cimientos de la casa.
Empezó a llover.
El baldío se convirtió en un lodazal, la casa estaba lejísimos y ella, con la mano cortada, se encontraba sola y muerta de frío. Pam se largó a llorar amargamente, mientras sus ojos, que se habían escapado por la ventana, inspeccionaron el charco de sangre que se extendía bajo sus pies. En uno de los extremos de la mancha carmesí vio reflejado al conejo blanco, en un armario al fondo de la habitación. Sin decir nada y despacito, se fue acercando cautelosamente hasta él, lo agarró y lo acunó en sus brazos. El conejo parecía ahora mucho más tranquilo y no intentó escaparse; siempre olisqueando, dejó que Pam acariciara su suave pelaje. A esta altura el conejo estaba maculado, resplandeciendo el carmesí de la hemorragia.
- Este es un lindo conejo blanco – susurró Pam –, que se deja acariciar por las chicas buenas y decentes, ¡justo como yo! Pero si hasta sé recitar poesía a la perfección.

¡Con qué alegría muestra sus dientes,
con qué primor dispone las uñas
y se afana en invitar pececillos
a entrar en sus mandíbulas sonrientes!

- En fin. No creo que sea así - suspiró Pam -. Vamos a ver tu armario - se acercó al viejo, bien trabajado mueble de madera. Tenía un olor penetrante a pino y era, sin duda alguna, el objeto más valioso (sino el único) de aquella habitación. Unos bajorrelieves sonrientes y de ojos bien abiertos decoraban su frente, y a los lados proliferaban pequeños símbolos y números.
Con la mano libre agarró la manija de una de las puertas (la que aún permanecía cerrada) del escondite del conejo. Lo hizo de a poco, sintiendo como un mal presentimiento le recorría la médula y se incrustaba en la mandíbula en forma de pequeños latigazos de luz que acarician los músculos y los huesos con su lengua filosa. En sus brazos, el animal comenzó a respirar frenéticamente. Cuando la puerta estuvo abierta del todo, Pam miró congelada y sin aliento el rostro de una muchacha de su misma edad. Estaba acurrucada con los ojos cerrados y sus facciones, dulces como la miel, enredadas en una expresión inofensiva. Sus mejillas tenían el rubor fresco de la juventud; sus manos carecían de fuerza, cruzadas sobre el abdomen.
Fue en ese mismo momento en el que Pam optó por no hacer nada, pálida del asombro, frente a ese espectro tan inocente y real. El conejo se bajó como si nada, saltó sobre el cuerpo de la recién descubierta y lamió a conciencia la cara dorsal de su mano izquierda. Sin pensarlo, Pam giró sobre sus talones y corrió hasta la puerta. Trató escapar, pero aún poniendo toda su voluntad le fue imposible mover ni aunque fuera un poco, la endeble salida por la que ella misma había entrado.
- No te muevas, por favor – un siseo cortó de pronto la respiración de Pam. La chica se había levantado y estaba junto a ella. Sonreía tiernamente mientras sostenía, a modo de cuchillo, un pedazo roto de un espejo.
- Por favor, solo quiero irme.
- Eso es exactamente lo que no quiero. Esperé cuatro años y dos tercios de otoño dentro de ese armario; pasé el frío del invierno, sola, protegida por la delgada puerta de madera y vos, en tu cálida casa, te olvidaste de mí.
- ¿Quién sos?
- La verdadera, – le alborotó el pelo – la que sufre.
- Quiero irme.
- Las tumbas profanadas valen menos que una tumba.
Solo una puede irse y yo no pienso quedarme.
Pam Ledesma continúa siendo prisionera.

El sol hacía rato que había desaparecido entre las nubes, tras la base del cielo. Ahora la luna era un nuevo ojo en lo alto, emitiendo un brillo plateado que se reflejaba en los charquitos. El perfume húmedo del otoño impregnaba el terreno pantanoso en el que había desembocado el baldío junto a la casa de los Ledesma. Pam, llevando su hermoso vestido celeste con voladitos, salvó la distancia hasta el patio trasero, donde dos horas y cuarenta minutos antes leía el ejemplar gastado de “El Mago de Oz”.
Sacudió la cabeza antes de entrar y se acicaló, como una fiera sutil, el abundante cabello negro que refulgía bajo la luz de la luna. Se preguntó cuarenta y dos veces si lo que hacía era lo correcto.
Respiró profundo y atravesó el umbral.

2 comentarios:

  1. Interesante trabajo de intertextualidad y excelente manejo del lenguaje. Hay un estilo muy potente, personal, en el que se reconoce sólo a uno de los dos; por tanto, muy flojo el trabajo en pareja.
    Cumplen con la consigna, pero no, con la fecha de presentación.
    Nota: 8

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